miércoles, 7 de septiembre de 2016

PRIMERO FUE "LE SOLER"

Al azar de la ruta sinuante que baja de los altos a la costa, mi memoria empezó a funcionar.
Eran pueblos nombrados por mi padre. Villefranche, Corneilla, Prades, Thuir.. 
Dónde la carreta de mis ancestros se paraba en busca de trabajo, de lo que les ofrecían: recoger tomates, melocotones , plantar maíz. Eran "braceros" y venían huyendo de una España cruel e intolerante en la que ellos, pobres campesinos, habían tenido la osadía de  renunciar a la religión católica para luego hacerse anarquistas.
Liberto se llamaba el bebe que llevaban en brazos y era mi padre. Nombre inspirado, supongo, por su larga estancia en Barcelona entre 1908 y 1910, y la "semana trágica" que ahí vivieron.
La route de Prades


La Gare
Decidimos parar en "Le Soler" a buscar la casa construida por mi abuelo Felipe. Pasábamos en ella nuestras vacaciones infantiles, en compañía de mi abuela Felipa. No hablaba una palabra de francés. 50 años viviendo en Francia y se negó a aprender su lengua, solo hablaba catalán y castellano.
La casa se había partido y vendido años ha, después de un ir y venir de herencias discutidas  y peleadas.  Mi padre se mantuvo al margen, dejó a una hermana mía la tarea de ir a firmar papeles.
El barrio
Mis recuerdos databan de entre hace 60 y 50 años. 
El paso a nivel
La maison de grand-mère - La grange
Entramos al Soler por la route de Prades. Las viñas, los plátanos, los cipreses, el olor a fenouil. Me vi a mi misma, con unos 7 años, montada en una bicicleta más alta que yo , zigzagueando de un fossé à l'autre, para aterrizar entre ortigas.
Le Soler había crecido. Urbanizaciones, zonas industriales, grandes edificios , una ciudad-dormitorio de Perpignan.
Al desconcierto, siguió una certeza. ¡"Hay que buscar le passage à niveau"!
Primero buscamos la gare y una vez allí mi comportamiento se pareció al de  una madre gata en busca de sus retoños.
Creo que lo olí. Primero reconocí el paso a nivel que cruzábamos una y otra vez mi hermana y yo cuando bajaba la barrera, con un escalofrío de terror, por si nos pillaba el tren.
Calzábamos entonces las famosas espadrilles catalanes, que más de una vez se nos escapaban en el ir y venir, quedando atrapadas entre las vías, y que recogíamos veloces, antes que las aplastará las ruedas del tren.
A mi lado, había un instituto  que desconocía. Pero me asomé y ahí detrás, intacto, estaba el barrio. Una calle estrecha en forma de U. En la esquina, renovadas , pero enteras, estaban la maison de grand-mère y la grange, dónde guardaban la mula y el cerdo. Un patio en medio del que se erguía una enorme higuera desaparecida y "le poulailler". Amaestraba yo a las gallinas y toda la barriada venía a verme intrigada. 
Delante de la puerta aparcaba mi padre su flamante 403 verde, que le rayamos, mi hermana y yo, con la bici. Que nunca nos atrevimos a decirle la verdad. Que lo atribuyó a la envidia de un vecino al que no volvió a dirigir la palabra. El mismo vecino que, volviendo de los campos al atardecer con su burrito blanco,venía a buscarme. El burro se negaba a ir más allá de la esquina hasta que acudía yo, y le daba alguna golosina. Un trozo de zanahoria , un terrón de azúcar.
Se me saltaban las lagrimas. Hubiese querido que la casa estuviese en venta y haberla comprado. Por mis hijos, mis nietos y nuestra dispersa memoria familiar.
En lugar de eso, huí, igual que lo hizo mi padre, sin atreverme a mirar atrás.
Nuestras vacaciones ya no eran las mismas. Iba cargada de un trozo de pasado que nunca  conocerían mis hijos, y del que tendría que hablarles. Rápido, qu'il n'y en a plus pour très longtemps
Seguimos camino hacía Collioure, dónde nos esperaba un calor sofocante y un camping que parecía un garaje. Pero una playita contigua y un zambullido en el mar, me devolvió la cordura.
Las burbujas doradas explotaban en mi cabeza.
La gema de color que había dejado el recuerdo en mi mano desprendía un frescor reconfortante. 

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